Cerca de la soledad está la multitud, en forma de 8 millones de personas que habitan Lima. Una ciudad formada por una amalgama de diversos municipios, desde los miserables, desérticos, polvorientos e inestables de Amauta o Ate Vitarte, hasta los frondosos y selectos de San Isidro, Barranco o Miraflores.
Los primeros, informales, casi ilegales, formados a golpe de autoconstrucción y chapa metálica. Confiando en la suerte para eludir deslizamientos, hundimientos o derrumbes. Confiando en el camión cisterna diario para poder cocinar o lavar, para beber. A casi dos horas de autobus del centro urbano, olvidados por censos y sociedad, sin derechos ni obligaciones, sin sistema, fuera de él queriendo estar dentro.
Los segundos conformados con un urbanismo de jardinería y linea, primera, de playa. Torres, blancas, de lujosos apartamentos. Terrazas, vidrios sin carpintería, deslizantes para abrir las viviendas como enormes escaparates al mar. Palmeras, flores, parques, centros comerciales, paseos marítimos, deportistas. Siempre mirando al mar, aunque este varios metros por debajo, sin conexión con la ciudad, protegido por barrancos pedregosos con miedo a las escaleras.
Lima es un desierto, un basural polvoriento, anónima e informal. Lima es hedonismo, culto al bello límite marítimo, viviendas exhibicionistas protegidas por vallas electrificadas. Lugares agradables, amables con la vida. Lugares terribles, marginales, incaminables, inestables como barcos en la tormenta.
En medio de las dos Limas, perdido entre turistas y autopistas, el centro histórico, como un centro comercial de las afueras, inconexo, roto, vivo y algo fuera de lugar. Casas coloniales, balcones, iglesias, calles sin coches, con peatones, sobrevivien como lugar de unión de todo lo que pasa en la ciudad.
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