Aguas Calientes (lo malo).
Nada entiende de nada más que de dinero quien permitió y permite el funcionamiento de uno de los lugares más feos del Perú y sin duda el más caro. Aquí afila sus colmillos el ave carroñera del turismo. A este pueblo solo puede accederse andando o por tren, pero el billete, solo permitido para turistas, no para peruanos, cuesta lo mismo que cuatro horas de alta velocidad europea. Cubre un trayecto de 40 km y curiosamente es un monopolio,en cesión del expresidente Fujimori, a una empresa anglochilena. De momento no hay planes para arreglar y terminar la carretera que llegaba hasta aquí. Un incomodo tren millonario que carga turistas como si fueran ganado. Por supuesto con retraso.
El pueblo es su hermano gemelo. Una fonda en el camino, y no hay otra si se quiere llegar al amanecer a la ciudad sagrada. Un lugar funesto donde solo hay tiendas, restaurantes y hoteles sin ventanas. A precio de Central Park. Y queda demasiado claro, a pesar de todos los discursos patrióticos, sobre los ancestros, la estirpe y los incas, que Machu Picchu, es solo un maldito negocio, una máquina de fabricar soles, un sol que a diferencia del incaico, corrompe todo lo que toca.
Machu Picchu (lo bueno).
El ascenso a la cuidad se inicia a las cuatro de la madrugada. Es un ascenso loco, inmisiricorde, en realidad una escalera que corta la montaña sin descanso y se eleva mas de 450 m, casi 110 plantas de escalones irregulares. La subida, en grupo con otros grupos, alumbrada por linternas y la luna, tiene un aire de peregrinación, de emoción colectiva, de esperanza, de ansiedad, de éxito cercano; presagia la llegada de la meta deseada, el premio al sudor de varios días. La subida cuesta una hora, la respiración y varios litros de agua. También la ruptura del engaño en forma de una interminable cola de expedicionarios y sus guías. La sensación de saquear un lugar sagrado.
A lo largo del dia las emociones contrarias se suceden y pugnan por vencer en la razón y el sentimiento.
El desvelamiento lento, mágico y silencioso de las piedras y los picos cercanos a través de la niebla celta, pelea duramente con los gritos, el mal inglés y el desconocimiento de los supuestos guías, que convierten el entorno en una cómica maqueta. Las enormes piedras, las terrazas acrobáticas, la construcción sencilla y majestuosa, imponente en su orden y estructura, batallan con los cientos de gringos que deambulan sin entender nada, haciéndose la foto bromista lista para el facebook o algún similar. La subida increible, vertical al Huayna Picchu, sus locas terrazas de cultivo en las aristas cimeras, sus vistas de postal sobre todo el conjunto y los valles circundantes, luchan a muerte contra la masificación, los grupos organizados, la venta de postales, los gritos de la gente y la nostalgia de esa escena en la que el Che y un amigo, solos, sobre una roca, reflexionan.
Conforme avanza el dia (hemos entrado a las 06:30 am) la gente se cansa, poco a poco se aburre de ver piedras aunque estén unas encima de otras, y los grupos apuran sus horas marcadas de visita. El lugar se vacia lentamente, el silencio suena cada vez más en las alturas y ascendiendo ligeramente sobre el cerro Machu Picchu, encontramos una roca sobre la que registrar en nuestra memoria la ciudad... y la gente ya ni se ve, quedan algunos pájaros, llamas y el recinto.
Entonces todo se comprende, se entiende la disposición del conjunto y la locura de los incas, empeñados en construir en lugares inverosímiles, casi imposibles, casi tan altos como su dios. Y se observa que el lugar, la cuidad, todo, tiene, se crea en algo o no, una cierta energía, un cierto magnetismo, espiritualidad, trascendencia... y es fácil afirmar con los incas que si desde allí no se entra en conexión con el cielo y sus estrellas, con el mundo, con la mente y las emociones humanas, entonces desde ningún lugar es posible hacerlo.
Seguimos allí parados, mirando, entendiendo, aprendiendo, sorprendidos, admirados, parados, mirando, contemplando, siendo parte del lugar... mucho rato. Hasta que nos echan.
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