Con un nombre bastante boliviano, que define bien el caracter del país, un lugar de gente pacífica y calmada, la ciudad es un cuadro cubista sin perspectiva, un gran desorden que funciona de modo organizado según ciertas inverosímiles leyes internas. Es un ladrillo encima de otro y de otro hasta formar edificios encima de edificios, edificios que chorrean por la ladera desde la planicie de El Alto.
Contraviniendo las leyes de los rascacielos, aquí cuanto más alto más precario, más frío, más desolación, menos servicios. La ciudad desciende hacia el escaso verde templado de las zonas gubernamentales y los barrios privados, escapando de su realidad y de la mayoría de sus habitantes. Así la ciudad real son montones de barro y ladrillo, de edificios sin terminar, de milagros antigravitatorios, de cuestas con hombres y mujeres con bombines y enormes jorobas de cargas multicolor, de taxis y micros, de gritos, de compraventa, de humo y polución.
Frente a todo esto, el increible perfil de la Cordillera Real, con sus picos de mas de 6000 m de altura, que confieren a la ciudad el caracter de una maqueta.
En el mercado de las Brujas siguen la Pachamama, los cóndores, las tortugas, los fetos de llama, los polvos para hechizos y las mujeres sentadas, alargadas por esos sombreros equilibristas de la inestabilidad y ensanchadas por las polleras de colores ácidos y corte de mesa camilla.
La Paz tiene un encanto oculto que engancha poco a poco tras su impacto inicial, quizá sea su increible radiografía, su loca topografía, su anarquía urbana y constructiva, sus mercados infinitos, sus cuestas retadoras, sus colores en movimiento, sus atascos permanentes de vehículos y gente, sus vistas fabulosas, su equilibrio isostático, sus colgantes luces nocturnas, sus excursiones, sus escaladas, su mito del "más alto del mundo", sus cervezas nocturnas, su perfil único y tan latinoamericano...
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